Microrrelatos - Elisabeth

Descripción

Dejó las bolsas llenas del supermercado encima del mármol de la cocina, y buscó la que contenía las margaritas. Las sacó del envoltorio plástico y las observó, contenta. Eran preciosas. Blancas y grandes y con el pistilo de un amarillo intenso, le darían fuerza y alegría a aquel rincón exterior. Se dirigió hacia afuera, cogió los utensilios de jardín que ya tenía preparados en la escalera, y llegó hasta la entrada de su parcela, donde había ese escalón de hormigón que se iba oscureciendo. En uno de los extremos de aquella pieza maciza y antiestética, es donde plantaría las flores. Cogió la pala y, con las rodillas crujiendo, se agachó. Comenzó a excavar, con paciencia, consiguiendo un buen hoyo en cuestión de pocos minutos. Había llovido bastante las últimas semanas, y la tierra estaba húmeda, fácilmente maleable. Elisabeth olió el aroma, de forma inconsciente. Estaba acostumbrada a ese olor que le llenaba la nariz cada vez que trabajaba en el jardín, y con el que se embriagaba, mientras escuchaba los pequeños insectos que revoloteaban a su alrededor, buscando la flor que les proporcionaría el polen más adecuado. Cuando hubo terminado el hoyo, cogió las margaritas, casi como si se trataran de un material sagrado. Con cuidado, les quitó el envoltorio de plástico que cubría la pequeña maceta, y se permitió el lujo de observar aquellas maravillas detenidamente. Contenta con la visión de aquella obra de la naturaleza, Elisabeth dedicó unos segundos a mirar las flores que se arremolinaban las unas contra las otras, formando parte de una familia en la que no se observaban diferencias significativas. Si, eran hermosas. Parecían sencillas, pequeñas, que no tenían nada que ver con una rosa roja o un ramo de tulipanes de múltiples colores. Pero ella estaba enamorada de aquellas florecillas de pétalos blancos, coronados con un pistilo amarillo. Eran bellas. Ni las más espectaculares, ni demasiado simples. Como ella misma. Sin saberlo, Elisabeth había comprado unas flores que la definían a ella. Discreta pero risueña.

Cogió las flores por el tallo, liberando las raíces de su receptáculo, y las colocó en ese pequeño hoyo que acababa de fabricar. Tapó las raíces, permitiendo que la tierra húmeda le impregnara las manos y le ensuciara las uñas, y prensó la tierra con fuerza, para impedir cualquier deseo de las margaritas de poder escapar.

– ¡Son preciosas!

Escuchó que decía Marjorie, la vecina de noventa años que sacaba a pasear a Geoffrey, su perro mezcla de muchas razas, gordo como un cerdo, y que siempre iba adornado con un jersey que le iba demasiado estrecho.

– ¿Verdad que si?

Contestó Elisabeth, mientras miraba aquella vecina que salía siempre puntualmente dos veces al día, por la obligación de pasear a Geoffrey, sin saber que, en realidad, era el pobre perro en forma de cerdo, quien la estaba paseando a ella.

Marjorie y Geoffrey continuaron su paseo por las calles mal pavimentadas, con paso lento. Y Elisabeth contempló su obra. Las margaritas ya decoraban su jardín, tal como había imaginado cuando las había visto en la floristería del supermercado. Lentamente, intentando evitar que las rodillas le crujieran de nuevo, se levantó del suelo y, sonriente, se quedó unos segundos contemplando aquellas pequeñas maravillas blancas y amarillas. En aquel momento, su marido, Bob, llegó de su sesión de running diario. Parecía un atleta, aunque la edad le dibujaba unas arrugas profundas en la cara. Gracias al ejercicio mantenía un aspecto físico delgado y musculoso, que sus compañeros de oficina le habían envidiado demasiadas veces, mientras él devoraba un buen donut relleno de mermelada. Vestido con mallas negras, un pantalón corto por encima, una camiseta de manga larga y calzado con unas zapatillas que le habían costado un ojo de la cara, Bob, sudoroso, pasó por delante de su mujer, y entró en casa. Ni siquiera se miraron. Nadie dijo nada. Elisabeth continuó observando las margaritas, hasta que recordó que tenía cosas importantes por hacer.

– ¡Bella!

Recordó súbitamente.

Su hija venía a pasar unos días en casa. Había terminado la universidad, y se instalaría en su antigua habitación, la que tuvo de pequeña, y que ahora Elisabeth utilizaba como sala de manualidades. Estaba yendo a un curso de cerámica, y tenía esparcidos por el suelo y por la estantería muchas de sus creaciones, que no estaban terminadas. Algunas secándose, otras pintadas, otras en forma de idea inacabada. Se pasó un buen rato recogiendo sus cosas y haciendo que la antigua habitación de Bella tuviera un aspecto parecido al que había tenido en un tiempo no tan lejano. Cuando ya había recogido todas sus manualidades de la estantería, lo vio. Vio el libro. Y las manos, y el corazón, le empezaron a temblar. Como siempre que pensaba en él. 

Aunque habían pasado más de treinta años, a Elisabeth aún le dolía la cabeza y el corazón bombeaba más deprisa, al pensar en aquel verano que pasó en la Provenza, para estudiar francés. François era el chico de la casa de acogida donde ella vivió dos meses. Marguerite y Jean-Paul, sus padres, eran unas personas encantadoras, que la trataron como si fuera una más de la familia. François era hijo único, y un poco altivo, al principio, pero sus padres le medio obligaron a que hiciera de guía a la recién llegada, y le mostrara el entorno. Así pues, el segundo día, él y Elisabeth, en bicicleta, pasearon por aquel paisaje de campos de color violeta y pequeños pueblos milenarios, que subyugaron a la recién llegada desde el primer minuto. Pero quien la enamoró ya desde el minuto cero fue el mismo François. Un François de ojos negros como el hollín, melena larga y despeinada y delirios de poeta, que la transportaron a un mundo de sueños e ilusiones. Después del primer paseo, siguieron todos las demás. Cada día, después de terminar sus clases de francés en la academia, Elisabeth corría como una loca hacia la casa donde vivía, comía un bocado de lo que le había dejado preparado Marguerite en la cocina, y llamaba a la puerta de la habitación de François, donde el chico había estado encerrado toda la mañana, escribiendo poemas. Ambos pedaleaban en sus bicicletas, y se iban a descubrir rincones escondidos, olores desconocidos, ruidos silenciosos. Se sentaban en un prado, él apoyaba la espalda en el tronco de un árbol y ella apoyaba la cabeza en el hombro de François. Y cerraba los ojos, mientras escuchaba, con deseo, las palabras de aquel chico que quería hacer música a través del alfabeto, que anhelaba explicar el mundo a su manera, que deseaba entender todo lo que le pasaba por la cabeza, a base de escribir imágenes que describían alegorías infinitas. 

Pero el verano terminó. Las clases finalizaron, y Elisabeth tuvo que regresar a los Estados Unidos, a Minnesota, St. Cloud, el pueblo donde había vivido toda su vida y donde no quería volver. No sin François.

– ¡Escapémonos!

Le propuso ella, la última noche antes de coger el avión.

– ¡Vamos donde tú quieras! ¡Haré lo que tú quieras!

Le imploró.

Pero el chico sonrió con desdén.

– Yo soy un artista. Necesito el tiempo para mí, para pensar, para crear. Tú serías un estorbo. Me impedirías crecer, conocer gente, ser universal. Ser eterno.

Elisabeth lloró al escuchar esas palabras, tan alejadas de todo lo que había escuchado las semanas anteriores. François le había recitado multitud de poemas, de frases, de palabras, que pensaba que eran para ella, y sólo para ella. Pero el chico creaba, y había encontrado en aquella chiquilla inexperta a una admiradora que le idolatraba. Y él se había dejado querer, adorar, idolatrar. Hasta el último momento. Después, tiró un jarrón de agua fría a la cabeza de aquella ilusa, que volvió a su pueblo, atravesando el océano, con los ojos llenos de lágrimas, por culpa del primer amor.

Gracias a la correspondencia que durante los años siguientes Elisabeth mantuvo con Marguerite, la primera pudo saber que François estaba consiguiendo cierto renombre como poeta, y que se había trasladado a París. Allí se hizo más famoso, y publicó una decena de libros de poemas.

Veinte años después de aquel verano en la Provenza, Elisabeth recibió un paquete. Cuando lo abrió, vio que era uno de los libros de poemas de François Gibert, con una dedicatoria:

«Pour toi, mon amour.

F.»

Y ella, que se había casado con Bob porque sabía que no le lastimaría el corazón; ella, que era profesora de francés en una escuela secundaria en Chicago; ella, que tenía una hija perfecta; ella, que tenía toda la vida controlada, tomó un avión para encontrarse con François, en Paris. Para volver a recibir otra puñalada en el corazón. Él le dijo que aquella dedicatoria la escribía en todos sus libros, y que era su madre, la que le había dicho que le enviara uno de sus libros.

Y el amor se acabó. Las pequeñas chispas del primer amor se acabaron. No quedaron ni las cenizas. Y Elisabeth se volvió de piedra. Piedra maciza. Piedra fuerte.

A veces, unas margaritas preciosas le devuelven la sonrisa, y crean pequeñas grietas en aquella piedra que es su corazón. Y, cuando Elisabeth tiene entre sus manos el libro de François, aún puede sentir como el corazón late, de amor, de pena, de rabia. Del primer amor no correspondido, que impidió que entrase ningún otro.