Microrrelatos - Lucio

Descripción

La amplia entrada del edificio, con la recepción al fondo, te da la bienvenida para que circules por pasillos amplios, o entres en ascensores, que te dirigen hacia las oficinas de la especialidad deseada, ya sea en la primera o la segunda planta. Neurología, oftalmología, ortopedia, gastroenterología, neumología, endocrinología, desórdenes de la alimentación, cardiología… multitud de especialidades clínicas están representadas en aquellas cuatro paredes. Pequeñas o grandes oficinas albergan doctores que visitan incesantemente pacientes que esperan, que desean, ser curados a través de pastillas, de tablillas o yeso, o mediante una buena dosis de paciencia. El trajín en estas plantas es constante. Gente que circula por los pasillos con semblante serio, deseando que el doctor les de buenas noticias, aunque reticentes a creer y a entender las palabras del médico. Las paredes de las oficinas y de los pasillos son blancas. Blanco nuclear, que se extiende de principio a fin. Blanco, blanco, y, con suerte, alguna pared está ocupada por algún cuadro, que algún benefactor anónimo ha donado, permitiendo una contemplación asombrada, un respiro lleno de color, o una alegría en mitad de los diagnósticos, que acostumbran a ser impertérritamente perfectos y sentimentalmente insensibles. 

En el sótano de este edificio, se respira una tranquilidad imposible de encontrar en las plantas superiores. El bullicio de las otras plantas está amortiguado en la planta inferior, y puede respirarse una tranquilidad y un silencio imposibles de reproducir unos metros más arriba. En esta planta no hay pacientes, ni siquiera doctores, ni administrativos, ni enfermeros. El sótano es la planta del personal que cuida del edificio. A la salida del ascensor, a la derecha, una gran puerta permite la entrada a la lavandería. Al fondo, las salas de máquinas, el control de todo el sistema de emergencias, y algunos almacenes repletos de material de limpieza. A la izquierda, una gran salida de emergencia, que también sirve para la entrada de los bomberos, si se tercia. Y justo antes de la salida de emergencia, una pequeña oficina. La de Lucio.

Lucio acaba de regresar de la segunda planta, donde ha cambiado un fluorescente en la sala de visitas de cardiología, bajo la mirada condescendiente de una chiquilla que empezó la semana pasada como telefonista y recepcionista de esta especialidad, y que no para de mascar chicle, aunque su responsable ya la ha avisado dos veces de que su comportamiento es inaceptable. Pasando desapercibido por pacientes y personal clínico, Lucio ya ha bajado al sótano y se mete en su oficina, una pequeña habitación de no más de dos metros por dos metros. La única abertura es la de la puerta. Ninguna ventana luce en este habitáculo. En el centro de dicho espacio está situada una pequeña mesa de madera, vieja y desgastada, y una silla de color negro con cinco patas, que cruje cada vez que Lucio se sienta en ella, aunque él no desiste en engrasarla con esos líquidos que usa para evitar el chirrido de casi todas las puertas del edificio. Este pequeño espacio, este cubículo de dos por dos sin ninguna otra abertura que la puerta, podría ser un reducto frío y deprimente, pero Lucio decidió hace tiempo que esto no sería así. Lo ha convertido en un pequeño oasis. En su oasis particular. Esta minúscula oficina está repleta de plantas, a las que Lucio cuida y mima como si fueran sus propios hijos. Dos ficus majestuosos, sobrios y altivos; cuatro cintas, con las hojas colgantes como pequeñas olas de mar; cinco helechos, frondosos y brillantes, dos anturios, cada uno con su flor característica, que consta de una espiga rodeada de una hoja de color rojo intenso, con forma de corazón; tres cactus, pequeños pero con carácter; seis crasas, como si de nenúfares de lago se trataran, abiertos de par en par; dos palmeras, altas y exuberantes, queriendo gobernar el espacio; una hermosa calatea bicolor de grandes hojas imponentes, y una violeta africana de flores pequeñas y harmoniosas están esparcidas por doquier en aquel minúsculo espacio, formando una mezcla que parece una selva tropical condensada. La joya de la corona es una pequeña orquídea que la hija de Lucio le regaló las pasadas navidades, y que él cuida con esmero para que siempre luzca bonita, preciosa y delicada.

Lucio es feliz en su pequeño espacio. Cuando sus obligaciones se lo permiten, se encierra en su cuarto y riega las plantas, toca las hojas para saber si necesitan agua o adobo, y habla con ellas. Habla mucho. Mucho más con ellas que con sus compañeros de trabajo, de quienes le cuesta entender el idioma, y, cuando este no es un problema, el tipo de sentido del humor que gastan. 

Lucio les cuenta a sus plantas que algunas se parecen a las que recuerda de su país siendo niño, de cuando jugaba por las calles con sus amigos, y de cuando se perseguían los unos a los otros en aquel bosque tropical que todo lo impregnaba de verde, de naturaleza y de harmonía. Lucio recuerda los colores de su infancia, y les dice a sus plantas que echa de menos aquellas tierras, aquellos parajes, aquel ambiente. Pero sabe que no puede volver, puesto que aquí, aquí con ellas, él tiene su trabajo, su dinero y sus ahorros. Y las plantas lo escuchan sin hacer ruido. Le dicen que si a todo, moviendo sus hojas débilmente. Le cuentan que ellas también son felices en ese lugar de mundo, porque se sienten cuidadas y queridas. Pero no le cuentan que echan de menos el sol y su calor, y los pájaros y los insectos posándose en sus hojas verdes y fuertes y valientes. No le cuentan a Lucio que ellas prefieren vivir en el exterior, porqué saben que él se quedaría triste, y pensativo. Y le dejan creer que allí, él y ellas, todos juntos allí metidos, forman una gran familia de sueños y de esperanzas.

Por la noche, cuando Lucio ha terminado sus tareas por todo el hospital, y se ha cerciorado que sus plantas están en perfectas condiciones, les desea buenas noches, les susurra que se han portado muy bien y que lucen preciosas. Les comenta que mañana les contará alguna que otra batallita de su tierra, de sus bosques, de sus verdes infinitos. Pero que ahora deben descansar. Y Lucio cierra la luz, y la puerta. 

Y ellas se quedan quietas, deseando que sea el mañana, para poder ver otra vez a su cuidador, para escuchar sus aventuras, y para esperar que algún día, quizás algún día, puedan ser tocadas por un rayo de sol.