Una música estridente, con mucho ritmo y poco candor, ocupa totalmente la sala de zumba. La clase hoy está repleta de mujeres de más de sesenta años que desean quitarse unos quilos de más, pasando un buen rato. También hay un chaval de más de veinte años, un poco entrado en carnes.
– ¡Venga, chicas! ¡Uno, dos, tres, uno, dos, tres! ¡Hacia el otro lado! ¡Y a repetir!
Grita la profesora, una chica de unos treinta años, de músculos firmes y bien torneados, vestida con una ropa ajustada y elástica, que deja al aire una barriga de hierro y unos bíceps fuertes.
– ¡Y otra vez! ¡Repetimos! ¡Venga, chicas! ¡Uno, dos, tres, uno, dos, tres! ¡Hacia el otro lado! ¡Y a repetir!
Vuelve a gritar, como si el mundo se acabara en ese instante.
Las mujeres, alumnas resignadas, porque saben, o más bien desean, que su esfuerzo de una hora compense una semana entera de mucho sedentarismo y unos atracones descomunales, que se traducen en unas carnes flácidas y unos michelines enormes, saltan y bailan e intentan seguir los pasos de una profesora que apenas las deja descansar, entre canción y canción.
El chico, vestido con una amplia camiseta y unos pantalones holgados, sigue con bastante soltura a la maestra, y sonríe contento, al acabar cada estribillo y cada paso que ha sincronizado casi a la perfección con la muchacha atlética que tiene enfrente.
Al cabo de una hora, donde las mujeres y, porqué no decirlo, el muchacho, acaban extenuados, termina la clase.
– ¡Muy bien!
Aplaude la profesora, con una sonrisa de oreja a oreja.
– ¡Hasta la semana próxima!
Les dice, mientras para la condenada música y desaparece la primera por la puerta.
Dae se acaba el agua de su botella, y mira complacida a su hijo, quién también saborea las últimas gotas de la suya.
– ¡Vámonos!
Dice la madre, colocándose el bolso en el hombro, al tiempo que busca las llaves del coche. El hijo la sigue sin rechistar. En silencio, entran los dos en el utilitario, un Mercedes de última generación, de color blanco y con todos los accesorios habidos y por haber. Cinco minutos más tarde, aparcan delante de su pastelería preferida, una pequeña tienda con más de cincuenta años de historia, que prepara los mejores muffins que Dae ha probado. Se sientan en una silla, y una dependienta flaca les toma nota.
Un muffin de zanahoria, un café con leche, dos croissants de chocolate, un batido de fresa y mango, y un té verde.
Cuando la chica regresa con la bandeja repleta de dichas exquisiteces, Dae se lame los labios con precisión. Y empieza por el muffin, intentando reprimir las ganas de zampárselo todo de un bocado. Mientras, observa al hijo, que ya ha pegado bocado a uno de los croissants de chocolate, y sorbe con fruición el batido hipercalórico.
– Podríamos ir a clase de zumba dos días a la semana.
Propone Dae, mientras el hijo levanta los hombros, demostrando, una vez más, que todo le da igual.
Dae está exasperada, aunque intenta no demostrarlo, y prefiere acabar su muffin riquísimo, para seguir ipso facto con su croissant de chocolate. Desde que su hijo acabó la universidad sin pena ni gloria, que ha regresado al hogar familiar para convertirse en un nini. Y ella prefiere creerse que el mercado laboral está muy complicado, que nadie quiere a un joven sin experiencia justo después de acabar la carrera de ciencias políticas, y que, aunque ha enviado currículums a todas las empresas que ve en internet que casarían con su perfil, nadie lo llama ni siquiera para una entrevista. El chico se levanta al mediodía, saliendo de su habitación en pijama, dirigiéndose hacia la nevera, abriendo sus puertas de par en par, y agarrando cualquier cosa que no sea una fruta o unas verduras. Y se tumba cansado cansadísimo en el sofá, ajeno a las miradas desafiantes de su madre, que aún quiere creerse lo de la búsqueda activa de trabajo. No entiende cómo su hijo es tan diametralmente opuesto a ella.
Dae vino a España de vacaciones con solo una mochila y con un novio de su pueblo. Querían pasar una vacaciones divertidas y extraordinarias en el país del sol y de la sangría, antes de consagrarse en sus respectivos trabajos de oficinista con pretensiones de subir peldaños rápidamente, en la city de Londres. Pero Dae conoció a Joaquín. El novio de su pueblo regresó a Londres, pero ella se quedó al lado de aquel muchacho de imaginación desbordante, que la conquistó con sus ideas de bombero, sus ojos negros como el azabache, y su sonrisa juguetona.
Cuarenta años más tarde, Dae y Joaquín dirigen un negocio de creación de etiquetas para botellas de vino, con bastante renombre en la capital española. Han tenido clientes distinguidos, que les han dado fama y notoriedad y, por qué no decirlo, un buen dineral en su cuenta de ahorros. Han trabajado a destajo hasta altas horas de la noche, siempre acabando los encargos a tiempo, intentando satisfacer a clientes cada vez más exigentes, para que de uno fuesen a otro y a otro, y al siguiente. Como todos los matrimonios, Dae y Joaquín han tenido momentos dulces y otros de amargos, pero la buena conexión profesional y el cuidado de los cuatro hijos de la pareja han fortalecido su unión, aunque nadie daba ni un duro de los de antes por su unión, cuando se casaron, justo un mes después de haberse conocido.
– Trabajo, trabajo, y trabajo. Compromiso. Seriedad.
– Satisfacción del cliente.
– E imaginación sin límites, que les han permitido hacer unas campañas diferentes que han sabido captar el interés del público.
Y ahora que Dae ya se jubilaría, se compraría un velero y surcaría los mares, tiene que cuidar a su pequeñuelo, ese muchacho de veinticinco años que parece que no sabe hacer nada, aunque sus padres le han procurado la mejor educación que han sabido encontrar.
Y se queda con las ganas de decirle que es un inepto y que lo quiere fuera de casa mañana mismo. Sorbe el café con leche, y se llena la boca con otro gran pedazo de croissant, mientras el chico, con aire ausente, saborea su batido de fresas y mango.