Microrrelatos - Judi

Descripción

Aunque regresa cada año al mismo sitio, al mismo lugar, Judi no puede dejar de asombrarse por la espléndida obra de arte que la tiene embelesada desde hace décadas. Si, el arte del Renacimiento tiene un valor incalculable, pero Judi considera que es un poco naif. Las figuras de dos dimensiones, sin ningún tipo de sentimiento expresado ni en sus caras, ni en sus gestos, no provocan en Judi nada más que una sensación de fugacidad del tiempo. La vida repleta de colores y belleza natural de un Goya joven, que contrasta con las pinturas oscuras de sus últimos tiempos, provocan en Judi una sensación de tristeza que le cuesta articular. Las meninas de Velázquez acaparan su atención unos minutos, los justos para preguntarse algunos de los múltiples enigmas que descansan en este lienzo magnífico. Centenares de retratos de reyes, condes, ángeles, santos, vírgenes, baronesas, retratos de gente anónima, o de pobres lugareños vestidos al capricho de un pintor, que se negó a ver la verdad que se postraba delante de sus narices, o que intuyó demasiadas verdades, como para querer ser captadas por el ojo inquisitivo de unos espectadores que buscan abstraerse de su propio mundo real, están colgados de unas paredes ya de por si magnánimas y majestuosas. El mundo pictórico del imperio español se postra a los pies de una Judi que admira la historia, que sabe de historia, que consigue apreciar los trazos virtuosos de los pintores que dejaron su huella particular, como testigo mudo de una época que acarreó unas diferencias sociales demasiado enormes como para que fuesen consideradas correctas en la actualidad. Judi se pasea por las salas del Museo del Prado con el libreto en la mano, siempre dispuesta a descubrir aquél detalle de aquella pintura, que no había descubierto en su última visita, ni en todas las anteriores. Pero, como siempre, el colofón de su paseo por aquel museo descomunal, repleto de obras de arte de incalculable valor, radica delante de la figura esculpida de Isabel II, tapada con un velo. Un velo etéreo. Un velo de mármol. Torreggiani, el escultor italiano que quiso consagrarse como artista excepcional, consiguió su cometido a través de esta escultura que destila sutileza y fuerza a la vez. Usó su virtuosismo técnico para esculpir el busto de Isabel II en una pieza de mármol de Carrara, osando tapar la cara de la reina con un velo sutil. Aunque el escultor no consiguió los reales que él creía merecer, sí que obtuvo un reconocimiento que perdura año tras año y que, lejos de empequeñecer, va transformando su arte en una aureola de caras eruditas que contemplan con asombro lo que aquel escultor, con ganas de popularidad, fue capaz de tejer con sus manos esculpiendo mármol. Judi da una vuelta a la magnífica pieza, quiere descubrir, a través del velo, la cara de una reina que parece joven y segura, consciente de que esta dicotomía es difícil de encontrar, por lo menos hoy en día. Ha estado tentada más de una vez de alzar sus manos y levantar el velo, para observar la cara de tu a tu. Pero desiste en su quimera, puesto que aún no cede a la magia del arte, y conoce bien los límites de la cordura.

– Es tarde, nos estarán esperando, ¿Nos vamos 

Le susurra Ken al oído.

Judi se sobresalta al principio, pero la voz familiar de su marido la despierta de ese mundo onírico, en el que osaba hablar a la escultura velada que le provoca una profunda admiración. Mira la hora en su reloj. Evidentemente, el tiempo, veloz, se ha escurrido entre sus manos, como cada vez que visitan el Museo del Prado. Ken y Judi se miran, sonríen. Judi asiente. Entrelazan sus manos y, con paso rápido, circulan por entre la multitud de visitantes que, embobados, contemplan obras pictóricas de personajes cuyo cuerpo ha quedado inmortalizado, para deleite de las futuras generaciones.

En el taxi, Judi y Ken, ambos en silencio, se dejan transportar por aquellas avenidas de un Madrid señorial, mientras recuerdan pequeños fragmentos de grandes pinceladas de Goya, de Madrazo, de Bayeu y de un sinfín de artistas que quisieron ser inmortales a través de la pintura, y a los que la historia les ha permitido cumplir su sueño, mientras ellos reposan plácidamente en sus tumbas. Ya entrando en callejuelas más estrechas, el taxi, finalmente, les deja muy cerca de la Plaza Mayor, donde Ken y Judi han quedado para cenar con unos amigos. Sonrisas, abrazos, el calor de la amistad cultivado a través de los años y tejido con palabras en inglés y en español que se mezclan, coquetas, como creando un lenguaje propio. Ya sentados en una mesa al aire libre, los amigos comensales empiezan a disfrutar de una cerveza muy fría, acompañada de un bocata de calamares y unas bravas, un plato de jamón serrano y unas albóndigas de carne. Entre risas, comida y bebidas, Judi, durante un instante, observa a su marido atentamente. Ken tiene el pelo de la cabeza y de la barba de un blanco nuclear, y las arrugas al lado de sus ojos cada vez son más profundas. Se ríe. Ken se ríe de alguna ocurrencia de sus amigos, e intenta conversar en un español que necesita más práctica. Judi sonríe. Y echa un vistazo a sus amigos. Sus amigos madrileños, aquellos que conocieron treinta años atrás, cuando Ken dio clases de historia durante un semestre en el campus de la Universidad de Suffolk en Madrid. Treinta años atrás, Judi, Ken y la pequeña Grace descubrieron una manera de vivir muy diferente a la que estaban acostumbrados en su casa de Massachusetts, donde la historia es finita, por lo menos la que se exhibe en los libros. Judi, Ken y Grace vivieron la alegría de la fiesta, que se esparce por las terrazas y terracitas que impregnan Madrid de bullicio. También descubrieron los palacios señoriales, los museos enormes, las obras exquisitas. Comprobaron que el horario madrileño es diametralmente opuesto al de Boston, y que la hora de ir a la cama en la capital de Massachusetts es la hora en la que empieza la fiesta en la capital española. Descubrieron el sol extremo, los helados sabrosos, las risas infinitas. Y los abrazos intensos, cálidos, enormes y un poco apabullantes de esa gente con la que cuesta tan poco fraternizar. 

Otro trago de cerveza. Un poco de pan, y un trozo de jamón serrano. ¡Qué delicia para el paladar! Sin horario, sin prisas, Judi y Ken disfrutan de ese encuentro con amigos, con risas y también con nostalgia, como cada año. Si, año tras año, Ken y Judi vuelven a visitar ese lugar del mundo que les abrió las puertas de par en par.

Suena el teléfono de Judi, y cuando comprueba de quien es la llamada, formula:

– Grace, ¡Adivina dónde estamos, tu padre y yo!

Sabiendo que su hija, a punto de cumplir los cuarenta, aún recuerda aquella época en la que, también, descubrió Madrid.