Con una sonrisa que parece eterna, Terence saluda a los dos niños que acaban de entrar en el museo, acompañados de su madre. La madre, también con una sonrisa, aunque no tan afable como la de Terence, le devuelve el saludo y le cuenta que su hijo pequeño, que ahora se esconde tímidamente detrás de sus faldas, descubrió anoche su pasión por los sellos. Había encontrado en el desván un álbum de sellos de su bisabuelo, y empezó a girar páginas, embelesado. Su madre le había contado que su bisabuelo había coleccionado sellos de todo el mundo, y los había ordenado metódicamente por país, por color y por tamaño, dentro de unos álbumes que engrosaban el patrimonio familiar, no económicamente, pero por supuesto a través de recuerdos.
– Mamá, ¡Yo quiero coleccionar sellos como el bisabuelo!
Había dicho el niño, solemnemente, quién, con cinco años recién cumplidos, había descubierto su pasión en la vida (a saber, lo que duraría).
Y la abnegada mamá, buscando por internet, por eso de satisfacer todas las necesidades vitales y no tan vitales de sus hijos, ha descubierto este museo de filatelia al lado de su casa.
Después de escuchar toda la historia con mucha atención, Terence, contento, enseña las diferentes salas del pequeño y decrépito museo a los únicos visitantes del día de hoy. Observa, satisfecho, las caras de interés de los niños cuando los acompaña hasta la sala donde pueden elegir y remover una gran cantidad de sellos, grandes y pequeños, viejos y no tan viejos, y todos, absolutamente todos, de colores diferentes. Mientras los niños van tocando los sellos, con extrema curiosidad, para encontrar uno de cada color, Terence, quién dispone de todo el tiempo del mundo, le cuenta a la madre que él siempre había vivido en Washington y que había trabajado en la Casa Blanca durante el mandato del presidente Carter, aunque de eso ya hacía demasiado tiempo. También le cuenta que fue el mismo presidente quien le pidió a él, y sólo a él, que se encargara del control del aeropuerto de Boston, y que éste fue el motivo por el que aterrizó en Massachusetts, tantos años atrás que ni quería llevar la cuenta.
Terence se peina sus cabellos totalmente blancos hacia atrás, mientras la madre lo mira con un poco de escepticismo y un granito de admiración.
Quedan muy lejos aquellas épocas en que las mujeres suspiraban cuando estaban a su alrededor, pero todavía le gusta despertar un poco de admiración allí donde está, ya sea tanto intelectualmente, como físicamente. Por eso, mientras los niños continúan sin parar la búsqueda de un sello de cada color del arco iris, Terence le sigue contando a la madre como fue que él consiguió su primer sello; y también le cuenta la particularidad del sello más excepcional que guardan todavía hoy en el museo, donde hay un aviador y un avión dibujado; y que dentro de cada sello se esconden pedazos de historia de todos los rincones del mundo.
Cuando, al cabo de un buen rato, llega un momento de silencio, puesto que esa señora no es muy habladora, y está más preocupada porque sus hijos no cometan ninguna infracción, que en las historias excepcionales que Terence puede llegar a contarle, él no puede dejar de pensar en lo que había sido y en lo que es ahora.
Antes, era un hombre importante, con prisas, trabajando de sol a sol, cumpliendo órdenes.
Ahora, es un hombre importante, celador de uno de los tesoros más bonitos de la humanidad: la historia contada a través de sellos de todas las medidas, de todos los colores, de todos los países, de todas las épocas.
Y Terence, pensando en su pasado y en su presente, sonríe a la mamá, quién no le presta mucho interés, y sonríe a los niños, que están jugando con los sellos.
Si, aunque ahora no capte el interés que había cautivado a tantos, ahora sabe que su presente es bonito y lleno de aventuras en forma de sellos.